A mediados del siglo XIX la situación social no era muy
halagüeña. Por aquella época el índice de analfabetismo era altísimo, rozando
el 70 por ciento; es decir, siete de cada 10 personas eran analfabetas. En
pueblos como Daimiel (Ciudad Real), en donde va a transcurrir esta historia,
las calles eran de tierra, no existía alcantarillado y no había agua corriente
en las casas. Eso sí, un buen número de ellas (más de mil) disponían de un pozo
del que extraían agua potable para su consumo y utilización en la limpieza.
Claro que la gente tenía por costumbre tirar a la calle los cubos con el agua
sucia y... lo que no era agua sucia, al simple grito de “¡agua va!” para que
quedaran advertidos los eventuales transeúntes y no se viesen duchados con
semejantes inmundicias. La educación era precaria, la higiene casi inexistente,
la incultura manifiesta. Como en las casas no había agua corriente, debían
llevarla a sus dormitorios o cuartos de aseo en cubos, en donde con una jarra y
una palangana se lavaban. El váter estaba fuera de la casa, en el patio o
corral, y consistía –en el mejor de los casos- en una tabla con un agujero que
daba a un pozo a donde iban a parar las deposiciones. No se disponía de
calefacción, y el punto cálido de reunión para la familia consistía en una mesa
camilla bajo la cual se encendía un brasero, si bien en las mejores casas se
disponía de varias habitaciones con chimenea para calentar esas estancias; por
el contrario en las casas más humildes, sólo la chimenea o el lugar para
cocinar propiciaba ese calor. Siendo el clima de La Mancha extremo, los
inviernos eran muy duros en tales condiciones. Estaban de moda los
calentadores, unos recipientes de metal en donde se metía carbón encendido, y
dicho recipiente se metía dentro de la cama unos minutos antes de ir a
acostarse para dejar caliente el hueco que habría de ocupar después el cuerpo.
Las mejores casas disponían de dos pisos, de los cuales el superior se ocupaba
en invierno y el piso bajo (más fresco) en el verano, aunque no siempre era así
puesto que en muchas de ellas se destinaba aquél piso superior a guardar
alimentos y enseres; por el contrario, las casas más humildes eran de una sola
planta sin ningún tipo de comodidades. La pobreza reinaba por doquier y las
órdenes religiosas, en quienes recaía la responsabilidad de atenderlas, no
daban abasto.
Con todo, cabía considerar a Daimiel como uno de los
pueblos más importantes y avanzados de La Mancha. Tan solo unos años antes, en
1842, y en virtud de una ley aprobada en las Cortes, se constituyó oficialmente
como cabeza de partido judicial que comprendía los pueblos de Arenas de San
Juan, Fuente el Fresno y Villarrubia de los Ojos, siendo Daimiel la cabeza de
este partido. Su población real se situaba en torno a los 15.000 habitantes
(aunque el censo oficial indicaba unos tres mil habitantes menos).
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