Parodiando aquella mítica película “Dulce pájaro de
juventud”, basada en la novela de
Tennessee Williams e interpretada por Paul Newman, he querido dar este título
al siguiente relato de cuya veracidad doy fe. Para empezar y para poneros en
situación, os diré que a mí siempre me han gustado los loros, quizás porque de
joven tuve uno. Se lo regaló un paciente agradecido a un tío mío que era
médico, pero el loro ya apuntaba maneras de parlanchín y como era muy sociable
siempre quería estar rodeado de la familia en vez de quedar aislado en una
habitación sobre su percha metálica bajo la cual había una plataforma para que
cayesen allí sus cacas y cáscaras de pipas. Era de color verde, con algunas
plumas amarillas y también algunas de color rojo en su cabeza. Resultaba
gracioso verlo moverse de un lado a otro de la percha haciendo gestos como de
querer ir hacia ti al tiempo que emitía algunos gritos, sus primeros pinitos
como vocalista. Sin embargo daba pena ver cómo estaba atado a la percha por una
cadena que le impedía ir más allá de su recinto asignado. Todo aquello no
encajaba en esa familia por lo que le preguntaron a mi padre si lo quería y
este sin dudarlo dijo que sí.
Su llegada a nuestra familia fue todo un acontecimiento.
Allí pudo comprobar cómo todos estábamos pendientes de él. Le hablábamos, le
dábamos mimos, y nos lo poníamos en el hombro y lo dejábamos caminar por la
casa porque no queríamos verlo todo el día encadenado a su percha. Algunas
veces, incluso, me lo ponía en el hombro y bajaba a la calle a pasear con él,
despertando la admiración de cuantos pasaban a mi lado. El loro fue aprendiendo
un amplio vocabulario (loro, lorito real, dame la patita, lorito guapo,
jajajaja, ¡coño! ¡hola! ¡diga! Pobre lorito, pobrecito loritito, etc.) y se
convirtió en una inestimable herramienta para ligar en los guateques que
organizaba en casa. Aunque el loro era muy simpático y sociable, la verdad es
que a la hora de elegir prefería la compañía de mujeres, y si eran guapas y
jóvenes, mucho mejor. Deduje por eso que era un loro macho… y muy macho. Cuando
ellas, engatusadas por sus arrumacos se lo acercaban al pecho y la cabeza del
loro quedaba en medio del canalillo, el loro entraba en éxtasis y sus ojos
empezaban a hacerle chiribitas mientras emitía un sonido de felicidad
equivalente al ronroneo gatuno. Otras veces lo ponía encima de la mesa y le
mostraba una gamuza amarilla, entonces él se lanzaba a por ella como si fuese
un toro y yo le daba pases taurinos mientras él se partía de risa después de
cada lance. También, gracias a él, pude saludar al Dúo Dinámico. Esto sucedió
una vez que lo dejé en la barandilla de la terraza (como vivía en un octavo
piso, me aseguré de atarle su cadena a dicha barandilla por si acaso) y no
presté más atención hasta que al cabo de un rato volví y me dio un vuelco el
corazón al no verlo allí. Corrí hasta la barandilla y escuché muchas risas en
la terraza de al lado. Me asomé, y allí estaba él, en la mano de la mujer de un
famoso locutor de radio; se había convertido en el centro de atención de todos,
gente del espectáculo como los cantantes Manolo y Ramón, conocidos como el Dúo
Dinámico. Aunque la cadena seguía enganchada en mi barandilla, era lo
suficientemente larga como para dejar que se colara en la fiesta de al lado, y
allí estaba él en su salsa, riendo y diciendo “lorito real” y esas cosas que
encandilaban a la audiencia.
Fueron tiempos felices, años de juventud que compartimos
mi loro y yo. Sin embargo un día, nunca supimos la causa, apareció muerto.
Cuando alguien viejo se muere, se siente pena pero se reconoce que ya era viejo
y eso es lo que corresponde al llegar a cierta edad; sin embargo, cuando muere
alguien joven, el dolor es mucho mayor porque en teoría le correspondería haber
vivido mucho más. Y este fue el
sentimiento que tuve con mi loro… tendría que haber vivido mucho más y haber
disfrutado juntos de la vida como en esos pocos pero intensos años que lo tuve.
Pasaron los años. Muchos años. Yo estaba en la madurez e
intercambiaba toda clase de objetos
(música, sellos, videos, etc.) con un amigo noruego. En una ocasión, este amigo
me envió una cinta de video en donde había grabado diversos programas de la
televisión de aquél país. Revisando ese video me encontré, de pronto, con un
reportaje en donde entrevistaban a la dueña de un loro que era exactamente
igual al mío, y ese loro hablaba (aunque en este caso en noruego) y reía (ese
sí que es un idioma universal) igual que él. Me enterneció ver aquél reportaje
y no pude menos que recordar a mi añorado loro.
Después siguieron pasando los años. Muchos años. Un buen
día estaba haciendo limpieza y apareció en el fondo de un cajón esa olvidada
cinta de video. Me acordé entonces del reportaje del loro y me dispuse a verlo
de nuevo. Como la vez anterior me hizo reír y enternecerme… pero caí en la
cuenta que entre un visionado y otro habían pasado muchos años. “¿Qué habrá
sido de aquél loro? ¿Seguirá vivo?”, me pregunté.
Para salir de dudas no había otro camino que escribir a
la dueña del loro y preguntárselo directamente. Visioné otra vez el vídeo pero
allí solo aparecía en sobreimpresión el nombre de la dueña. Está claro que sólo
con el nombre del destinatario no puedes enviar una carta a Noruega ni a ningún
otro país. Decidí entonces investigar y me metí en la web de NRK, la televisión
noruega. Al menos tenía el nombre del programa y sabía el mes y año en que mi
amigo lo había grabado. Con esos datos fui navegando por sus archivos hasta que
por fin encontré las referencias de aquél programa, aunque me decepcionó
comprobar la poca información que había al respecto, tan sólo pude averiguar el
nombre de la región en donde se grabó la entrevista.
Me dije que por probar no se perdía nada, así que escribí
una carta en cuyo sobre sólo figuraba el nombre del destinatario, el nombre de
la región geográfica, y el nombre del país; algo así como si en una carta para
España pones “Pepe Pérez, Valle del Jerte, España”. Es difícil que llegue a su
destinatario ¿verdad? Dentro le explicaba esta historia y mi curiosidad por saber
qué había sido de aquél simpático loro después de tantos años. En espera de su
respuesta, si es que alguna vez la carta llegaba a su destino, le indicaba cuál
era mi dirección de e-mail, porque los tiempos habían cambiado y con Internet
ya todo era inmediato.
Para sorpresa y alegría mía, unas semanas después me
llegó un e-mail en donde ella certificaba que le había llegado la carta (quedó
demostrada la eficiencia de los carteros noruegos… y quizás también el hecho de
los pocos habitantes de aquél país). También me contaba su grata sorpresa al
recibir tan insólita carta y me informaba que el loro seguía vivo y feliz,
viviendo ahora en la cercana ciudad de Tromso en la casa de su hermano, a quien
le gustaban mucho los animales y tenía varios pájaros, algún otro loro y hasta
un perro que hacía buenas migas con el loro. Supe, por cierto, que en realidad
no era un loro… sino una lora. Y ella, que se llamaba Rulle, seguía viviendo
feliz, hablando, riendo… y emocionándome como siempre al recordar a mi querido
loro, a mi dulce loro de juventud.
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