Hay quien habla por los codos, pero también hay otras
partes del cuerpo que hablan por sí mismas. En este caso, el relato corto de
hoy, fueron las rodillas de Marisa las que hablaron…
ME LO HAN DICHO TUS RODILLAS
Marisa estaba sentada en un sofá vacío. Frente a ella una mesa con bebidas. Tenue la música como fondo que incita al descanso, una tibia luz roja y difusa bañando los cuerpos, un aire tal vez enrarecido por el humo de los cigarrillos pero no por eso carente de un perfume de fiesta. Todo era limpio, fresco, aun cuando pudiera parecer lo contrario a quien penetrase en este espacio por primera vez.
Una sombra, un cuerpo, Miguel se acercó a la mesa. Miraron por un instante sus ojos y relucieron de alegría. Después tomó asiento junto a ella. Al principio, contraídos los músculos por la alegría del encuentro, no acertaron a pronunciar palabra. Miraban fijamente sus ojos viéndose en ellos como antaño. Continuaban inmóviles. En sus cerebros trabajaban afanosamente las células de la memoria tratando de reconstruir quizás el último encuentro. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? ¿Qué había sido de ellos en esos meses de ausencia? ¿Cómo se había producido aquél inusitado reencuentro? ¿Cuánto? ¿Qué? ¿Cómo? Impulsados por estos interrogantes y serenados ya un poco, lograron por fin hablar.
- ¿Qué tal estás? –dijo Miguel, viendo en la amplia sonrisa de Marisa su respuesta- No sabes cómo me alegra volver a encontrarte. Tenía tantas ganas de verte...
- También a mí me llena de alegría volver a verte. He pensado mucho en ti –respondió Marisa.
Al fin sintieron en sus oídos aquellas voces ajenas que sonaban como algo propio. Tenían, tal vez, un sabor a recuerdo.
Miguel deslizó su brazo sobre el hombro de Marisa y así, unidos, continuaron hablando. Al mismo tiempo, recorrían con la mirada sus cuerpos, redescubriendo aquellos matices, aquellos recuerdos pertenecientes al pasado, que ahora volvían a leer.
- Me sentía muy solo sin ti. Te he necesitado mucho. Me diste la mejor parte de todos mis recuerdos –dijo Miguel.
- Recuerdos –meditaba Marisa- ¿Te acuerdas de todo?... Aquellos momentos que me enseñaste a vivir... No sé cómo explicarte todas las sensaciones que se acumulan en mi interior.
- Has representado mucho en mi vida, quizás demasiado para tan poco tiempo. ¿Qué pasó después? ¿Recuerdas todas nuestras tardes, aquellas que pasamos en un ambiente como este? Antaño éramos los reyes, los dueños; hoy, sin embargo, somos tan solo una pieza más del engranaje –dijo Miguel, revelando sus más íntimos pensamientos.
Ya estaba hecha la presentación. Ya estaba rota aquella capa de escarcha que separaba el hoy de los recuerdos. Miguel cogió la mano de Marisa y la acarició. Sintió desvanecerse sus dedos al contacto con aquella piel en la que un día resucitó su espíritu. Tiró lentamente de ella y pronto estuvieron bailando en el mismo mundo de antaño. ¡Qué lejos sentía volar sus sentimientos! Respiraba una felicidad que se había expandido a su alrededor borrando cualquier otro signo que no fueran ellos mismos. Estaba allí solos los dos, de nuevo. Sus pies se deslizaron parejos, libres de toda opresión contra el suelo. Sus corazones latían al unísono, como pertenecientes a un mismo cuerpo. Sus mejillas, calientes de espíritu, se abrigaban con sus cabellos. Deseaban más que nada sentirse unidos, sentirse enteros.
Después de unos instantes no medibles, regresaron al presente. Continuaban mirándose, como tratando de descubrir algo que flotaba en el ambiente y no acertaban a comprender qué podía ser. Pero lo notaban; efectivamente existía algo, y ese algo era la razón de aquél inesperado encuentro.
De pronto, la vista de Miguel se posó en las rodillas de Marisa. Las miró unos instantes y como si estuviese leyendo en ellas, se estremeció.
- Me lo han dicho tus rodillas –susurró al oído de Marisa.
Ella, instintivamente, se las miró también y no acertaba a comprender.
- ¿Cómo las ves? –interrogó a Miguel.
- Están llenas, radiantes, ágiles... pero están inquietas.
- ¿A qué te refieres? –trató de concretar Marisa, que ya comenzaba a entrever el misterio de aquella tarde fuera del tiempo.
Miguel meditaba. Miró otra vez las rodillas de Marisa y después sus ojos.
- Cada una de las células de nuestro cuerpo siente al unísono con él. Si es así ¿qué no van a expresar estas rodillas que me gritan a su manera? Míralas, están como la última vez que las vi, como yo las quería. Como ves, son tus rodillas... que ya no son mías –dijo, al fin, quedando abatido.
- No digas eso, estas son “tus” rodillas, las que tú quieres. Son tuyas y son para ti –respondió Marisa, apresuradamente, aunque al fin había comprendido todo.
- Mira ahora tus ojos, reflejados en los míos, y dime si no es verdad esta distancia que respiro. Pero ¿qué es lo que te ha impulsado a venir aquí esta tarde? ¿Qué soy para ti? –preguntó Miguel con ansiedad.
- Yo te amo –dijo Marisa.
- Eso no es cierto –cortó Miguel.
- Yo te amo, pero no con las tres letras que componen la palabra, sino mucho más. Eres todo para mí. Te amo como novio, te aprecio como amigo, te quiero como a un hijo, te respeto como a un padre... todo, eres todo para mí –dijo Marisa.
- Luego entonces... no soy nada –trató de resumir Miguel, mientras sentía cómo su ánimo caía vertiginosamente.
- Tampoco es eso, pero... soy incapaz de definirte. Estás fuera del tiempo. Eres como un oasis, como una ráfaga de brisa que nos sorprenden un día de calma. Eres algo y mucho, pero... no eres de aquí, no eres como los demás –dijo Marisa.
- Tienes razón. Y sin embargo me cuesta hacerme a la idea. ¡Cuánto quisiera ser menos pero ser de aquí! Déjalo, no te preocupes, te comprendo y no te lo reprocho.
La conversación paró un instante. Parecía como si ya todo estuviese dicho; sin embargo aún permanecían allí. Ese misterio estaba esclarecido. ¿Qué hacer entonces? Ambos habían experimentado una nueva sensación que sus cerebros no acertaban a catalogar; por eso permanecían estáticos.
- ¿Qué nos queda por hacer? –preguntó Miguel, quien no soportaba por más tiempo aquella incertidumbre.
- No existe nada ni nadie que nos lo pueda decir. ¿No será mejor dejar esta tarde aquí? Sin saber por qué nos hemos encontrado y hemos sentido algo sin nombre, algo que no podemos definir con palabras –dijo Marisa.
- Es verdad, tus rodillas revelaron como espejo algo nuevo, sin conocer. Hemos sido felices esta tarde como tantas otras. Paremos aquí, despidámonos ya y esperemos... –añadió Miguel a modo de despedida.
- Será mejor, sin hacer nada, esperar una nueva tarde de amor sin nombre para nuestros cuerpos.
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Marisa estaba sentada en un sofá vacío. Frente a ella una mesa con bebidas. Tenue la música como fondo que incita al descanso, una tibia luz roja y difusa bañando los cuerpos, un aire tal vez enrarecido por el humo de los cigarrillos pero no por eso carente de un perfume de fiesta. Todo era limpio, fresco, aun cuando pudiera parecer lo contrario a quien penetrase en este espacio por primera vez.
Una sombra, un cuerpo, Miguel se acercó a la mesa. Miraron por un instante sus ojos y relucieron de alegría. Después tomó asiento junto a ella. Al principio, contraídos los músculos por la alegría del encuentro, no acertaron a pronunciar palabra. Miraban fijamente sus ojos viéndose en ellos como antaño. Continuaban inmóviles. En sus cerebros trabajaban afanosamente las células de la memoria tratando de reconstruir quizás el último encuentro. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? ¿Qué había sido de ellos en esos meses de ausencia? ¿Cómo se había producido aquél inusitado reencuentro? ¿Cuánto? ¿Qué? ¿Cómo? Impulsados por estos interrogantes y serenados ya un poco, lograron por fin hablar.
- ¿Qué tal estás? –dijo Miguel, viendo en la amplia sonrisa de Marisa su respuesta- No sabes cómo me alegra volver a encontrarte. Tenía tantas ganas de verte...
- También a mí me llena de alegría volver a verte. He pensado mucho en ti –respondió Marisa.
Al fin sintieron en sus oídos aquellas voces ajenas que sonaban como algo propio. Tenían, tal vez, un sabor a recuerdo.
Miguel deslizó su brazo sobre el hombro de Marisa y así, unidos, continuaron hablando. Al mismo tiempo, recorrían con la mirada sus cuerpos, redescubriendo aquellos matices, aquellos recuerdos pertenecientes al pasado, que ahora volvían a leer.
- Me sentía muy solo sin ti. Te he necesitado mucho. Me diste la mejor parte de todos mis recuerdos –dijo Miguel.
- Recuerdos –meditaba Marisa- ¿Te acuerdas de todo?... Aquellos momentos que me enseñaste a vivir... No sé cómo explicarte todas las sensaciones que se acumulan en mi interior.
- Has representado mucho en mi vida, quizás demasiado para tan poco tiempo. ¿Qué pasó después? ¿Recuerdas todas nuestras tardes, aquellas que pasamos en un ambiente como este? Antaño éramos los reyes, los dueños; hoy, sin embargo, somos tan solo una pieza más del engranaje –dijo Miguel, revelando sus más íntimos pensamientos.
Ya estaba hecha la presentación. Ya estaba rota aquella capa de escarcha que separaba el hoy de los recuerdos. Miguel cogió la mano de Marisa y la acarició. Sintió desvanecerse sus dedos al contacto con aquella piel en la que un día resucitó su espíritu. Tiró lentamente de ella y pronto estuvieron bailando en el mismo mundo de antaño. ¡Qué lejos sentía volar sus sentimientos! Respiraba una felicidad que se había expandido a su alrededor borrando cualquier otro signo que no fueran ellos mismos. Estaba allí solos los dos, de nuevo. Sus pies se deslizaron parejos, libres de toda opresión contra el suelo. Sus corazones latían al unísono, como pertenecientes a un mismo cuerpo. Sus mejillas, calientes de espíritu, se abrigaban con sus cabellos. Deseaban más que nada sentirse unidos, sentirse enteros.
Después de unos instantes no medibles, regresaron al presente. Continuaban mirándose, como tratando de descubrir algo que flotaba en el ambiente y no acertaban a comprender qué podía ser. Pero lo notaban; efectivamente existía algo, y ese algo era la razón de aquél inesperado encuentro.
De pronto, la vista de Miguel se posó en las rodillas de Marisa. Las miró unos instantes y como si estuviese leyendo en ellas, se estremeció.
- Me lo han dicho tus rodillas –susurró al oído de Marisa.
Ella, instintivamente, se las miró también y no acertaba a comprender.
- ¿Cómo las ves? –interrogó a Miguel.
- Están llenas, radiantes, ágiles... pero están inquietas.
- ¿A qué te refieres? –trató de concretar Marisa, que ya comenzaba a entrever el misterio de aquella tarde fuera del tiempo.
Miguel meditaba. Miró otra vez las rodillas de Marisa y después sus ojos.
- Cada una de las células de nuestro cuerpo siente al unísono con él. Si es así ¿qué no van a expresar estas rodillas que me gritan a su manera? Míralas, están como la última vez que las vi, como yo las quería. Como ves, son tus rodillas... que ya no son mías –dijo, al fin, quedando abatido.
- No digas eso, estas son “tus” rodillas, las que tú quieres. Son tuyas y son para ti –respondió Marisa, apresuradamente, aunque al fin había comprendido todo.
- Mira ahora tus ojos, reflejados en los míos, y dime si no es verdad esta distancia que respiro. Pero ¿qué es lo que te ha impulsado a venir aquí esta tarde? ¿Qué soy para ti? –preguntó Miguel con ansiedad.
- Yo te amo –dijo Marisa.
- Eso no es cierto –cortó Miguel.
- Yo te amo, pero no con las tres letras que componen la palabra, sino mucho más. Eres todo para mí. Te amo como novio, te aprecio como amigo, te quiero como a un hijo, te respeto como a un padre... todo, eres todo para mí –dijo Marisa.
- Luego entonces... no soy nada –trató de resumir Miguel, mientras sentía cómo su ánimo caía vertiginosamente.
- Tampoco es eso, pero... soy incapaz de definirte. Estás fuera del tiempo. Eres como un oasis, como una ráfaga de brisa que nos sorprenden un día de calma. Eres algo y mucho, pero... no eres de aquí, no eres como los demás –dijo Marisa.
- Tienes razón. Y sin embargo me cuesta hacerme a la idea. ¡Cuánto quisiera ser menos pero ser de aquí! Déjalo, no te preocupes, te comprendo y no te lo reprocho.
La conversación paró un instante. Parecía como si ya todo estuviese dicho; sin embargo aún permanecían allí. Ese misterio estaba esclarecido. ¿Qué hacer entonces? Ambos habían experimentado una nueva sensación que sus cerebros no acertaban a catalogar; por eso permanecían estáticos.
- ¿Qué nos queda por hacer? –preguntó Miguel, quien no soportaba por más tiempo aquella incertidumbre.
- No existe nada ni nadie que nos lo pueda decir. ¿No será mejor dejar esta tarde aquí? Sin saber por qué nos hemos encontrado y hemos sentido algo sin nombre, algo que no podemos definir con palabras –dijo Marisa.
- Es verdad, tus rodillas revelaron como espejo algo nuevo, sin conocer. Hemos sido felices esta tarde como tantas otras. Paremos aquí, despidámonos ya y esperemos... –añadió Miguel a modo de despedida.
- Será mejor, sin hacer nada, esperar una nueva tarde de amor sin nombre para nuestros cuerpos.
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