Así lo titulé, “Amor de centros”, a este relato escrito en
mi temprana juventud. A pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo uno de mis
relatos cortos favoritos…
AMOR DE CENTROS
Poco a poco fue naciendo... imperceptiblemente. Todos los órganos se habían vuelto independientes: tiraban en todos los sentidos. Mas aún era pronto, y escapaba de la consciencia aquella extraña maraña de atracciones.
-Un hombre nos separa ¿o tal vez nos une? -se preguntaban a menudo.
-Nuestro cuerpo está formado por átomos, los cuales tienen cargas positivas y negativas. Estos átomos poseen una carga determinada de atracción. Cuando los átomos de un cuerpo se encuentran con los de otro cuerpo que los complementan, se enamoran. Ese es el único amor: el amor de átomos, el amor de centros –decía Miguel.
- ¡Cuántas verdades hay en el mundo! ¿Será verdad el amor de átomos? Posiblemente sí. Entonces ¿Cómo explicar esta dispersión que noto en mi cuerpo? –preguntaba Ana.
- Un cuerpo se interpone entre nosotros. ¿Tendremos los dos la misma carga? De ser así ¿cuál podrá verse compensado? –reflexionaba Miguel.
Los dos, Ana y Miguel, sentían cómo sus moléculas les estiraban los músculos; se encontraban insatisfechos, inquietos de cuanto les rodeaba. ¡Ay! tremenda lucha. ¿Qué hacer? Sin embargo él nada podía hacer y nada haría. ¿Por qué? Acaso fuese una rebelión, un castigo sobre ese cuerpo que intentaba traicionar sus ideas; un castigo sobre esas ideas que intentaban traicionar sus principios.
Ana se hallaba aún más turbada. Necesitaba dar, entregarse más allá del límite de sus fuerzas. Pero dos fuerzas ajenas a su cuerpo interferían el natural metabolismo psíquico y no la dejaban descansar. “Miguel me necesita más. ¿Qué debo hacer? ¿A cuál de los dos debo entregarme?”. Sin embargo ya estaba rota su razón cerebral y vagaba lejos, al impulso de sus átomos; volaba en dispersión. Y cansada ya, dejarse llevar, dejarse guiar; no hay otro remedio. ¿Por qué no ha de ser la mejor solución?
Y la tarde, siempre fecunda en todos los aspectos, habría de verse envuelta en la resolución de esas inquietudes. La tarde del día, la tarde de la vida; siempre tarde para aquél que empieza.
Se habían dado cuenta del valor de los sentimientos ajenos. Ya no les valía de nada fingir, disimular unos hechos a todos evidentes.
- Yo siento tu atracción. Tal vez no debiera ser así, pero ¿qué hacer si no? Tenemos cerrado el camino, no existe ninguna otra solución. Van a reventar nuestros cerebros. Desde que, sin querer, tuvimos el primer contacto, quedó rota nuestra razón. Ámame, deja que nuestros átomos se amen.
Estas palabras, dichas por ambos, habían rasgado el tiempo sorprendiendo a cuantos les rodeaban. Sólo preguntas surgían en las mentes de los testigos de aquella insospechada revelación. Todas las barreras, construidas laboriosamente año tras año, en un momento habían sucumbido. “No existen ya valores fijos”, se habían dicho los testigos, aún sin salir de su parálisis.
Mas así como habían caído las barreras, así escaparon de aquél ambiente de miradas; miraron a sus propios cuerpos; escaparon al mundo de sus primeros sueños.
Miguel, apenas serenado, trataba de emitir palabras que sus labios le negaban: “Ya estamos solos; solo nos queda unirnos”.
Ana, también sobrecogida, miraba aquél nuevo cuerpo que, sin hacer nada, fue capaz de romper todo su pasado. “Soy tuya”, dijo tan sólo.
Con la timidez pura de un primer contacto, la vida estallaba ante sus ojos. Sus labios, inmóviles, se dejaban arrastrar. Las manos, olvidadas, flotaban lejos, en otros espacios. Se unieron. Se alejaron.
- Es otro aire este que respiramos. No sé qué decir, sólo se sentir.
Así, durante unos espacios fuera del tiempo, unieron sus labios en un primer abrazo de sus cuerpos. Los átomos veían así cumplidos todos sus deseos. Esa felicidad que ahora sentían superaba cuanto habían podido imaginar. No existía ninguna fuerza que pudiera separar aquello que ya estaba unido. Derramaron lágrimas blancas de amor sobre cada una de las moléculas de sus cuerpos. Los cabellos, perdidos en el espacio, sirvieron de tibia almohada para todos sus deseos. Así, despacio, sintieron deslizarse sus cuerpos, fundirse con la nada. Y ellos dos, allí aunados en sí y separados de todo, eran el embrión de un amor que al fin se realizaba. Al cabo hubo una pausa, un vacío que se abría...
- Tú no sabes amarme –suspiró Ana.
- Pero te amo –un poco triste, interpeló Miguel.
De nuevo se miraron, se vieron allí solos, despojados de todo y llenos. Así, con una nueva expresión, le respondió Ana:
- Si quieres, puedo enseñarte.
No hablaron más. Todo se había realizado y la tranquilidad dormía aquellos cuerpos mientras sus almas soñaban. ¡Ay, amor, amor de centros...!
Si escribes “Vicente Fisac” en Amazon, podrás echar un vistazo a todos los libros que he escrito.
Poco a poco fue naciendo... imperceptiblemente. Todos los órganos se habían vuelto independientes: tiraban en todos los sentidos. Mas aún era pronto, y escapaba de la consciencia aquella extraña maraña de atracciones.
-Un hombre nos separa ¿o tal vez nos une? -se preguntaban a menudo.
-Nuestro cuerpo está formado por átomos, los cuales tienen cargas positivas y negativas. Estos átomos poseen una carga determinada de atracción. Cuando los átomos de un cuerpo se encuentran con los de otro cuerpo que los complementan, se enamoran. Ese es el único amor: el amor de átomos, el amor de centros –decía Miguel.
- ¡Cuántas verdades hay en el mundo! ¿Será verdad el amor de átomos? Posiblemente sí. Entonces ¿Cómo explicar esta dispersión que noto en mi cuerpo? –preguntaba Ana.
- Un cuerpo se interpone entre nosotros. ¿Tendremos los dos la misma carga? De ser así ¿cuál podrá verse compensado? –reflexionaba Miguel.
Los dos, Ana y Miguel, sentían cómo sus moléculas les estiraban los músculos; se encontraban insatisfechos, inquietos de cuanto les rodeaba. ¡Ay! tremenda lucha. ¿Qué hacer? Sin embargo él nada podía hacer y nada haría. ¿Por qué? Acaso fuese una rebelión, un castigo sobre ese cuerpo que intentaba traicionar sus ideas; un castigo sobre esas ideas que intentaban traicionar sus principios.
Ana se hallaba aún más turbada. Necesitaba dar, entregarse más allá del límite de sus fuerzas. Pero dos fuerzas ajenas a su cuerpo interferían el natural metabolismo psíquico y no la dejaban descansar. “Miguel me necesita más. ¿Qué debo hacer? ¿A cuál de los dos debo entregarme?”. Sin embargo ya estaba rota su razón cerebral y vagaba lejos, al impulso de sus átomos; volaba en dispersión. Y cansada ya, dejarse llevar, dejarse guiar; no hay otro remedio. ¿Por qué no ha de ser la mejor solución?
Y la tarde, siempre fecunda en todos los aspectos, habría de verse envuelta en la resolución de esas inquietudes. La tarde del día, la tarde de la vida; siempre tarde para aquél que empieza.
Se habían dado cuenta del valor de los sentimientos ajenos. Ya no les valía de nada fingir, disimular unos hechos a todos evidentes.
- Yo siento tu atracción. Tal vez no debiera ser así, pero ¿qué hacer si no? Tenemos cerrado el camino, no existe ninguna otra solución. Van a reventar nuestros cerebros. Desde que, sin querer, tuvimos el primer contacto, quedó rota nuestra razón. Ámame, deja que nuestros átomos se amen.
Estas palabras, dichas por ambos, habían rasgado el tiempo sorprendiendo a cuantos les rodeaban. Sólo preguntas surgían en las mentes de los testigos de aquella insospechada revelación. Todas las barreras, construidas laboriosamente año tras año, en un momento habían sucumbido. “No existen ya valores fijos”, se habían dicho los testigos, aún sin salir de su parálisis.
Mas así como habían caído las barreras, así escaparon de aquél ambiente de miradas; miraron a sus propios cuerpos; escaparon al mundo de sus primeros sueños.
Miguel, apenas serenado, trataba de emitir palabras que sus labios le negaban: “Ya estamos solos; solo nos queda unirnos”.
Ana, también sobrecogida, miraba aquél nuevo cuerpo que, sin hacer nada, fue capaz de romper todo su pasado. “Soy tuya”, dijo tan sólo.
Con la timidez pura de un primer contacto, la vida estallaba ante sus ojos. Sus labios, inmóviles, se dejaban arrastrar. Las manos, olvidadas, flotaban lejos, en otros espacios. Se unieron. Se alejaron.
- Es otro aire este que respiramos. No sé qué decir, sólo se sentir.
Así, durante unos espacios fuera del tiempo, unieron sus labios en un primer abrazo de sus cuerpos. Los átomos veían así cumplidos todos sus deseos. Esa felicidad que ahora sentían superaba cuanto habían podido imaginar. No existía ninguna fuerza que pudiera separar aquello que ya estaba unido. Derramaron lágrimas blancas de amor sobre cada una de las moléculas de sus cuerpos. Los cabellos, perdidos en el espacio, sirvieron de tibia almohada para todos sus deseos. Así, despacio, sintieron deslizarse sus cuerpos, fundirse con la nada. Y ellos dos, allí aunados en sí y separados de todo, eran el embrión de un amor que al fin se realizaba. Al cabo hubo una pausa, un vacío que se abría...
- Tú no sabes amarme –suspiró Ana.
- Pero te amo –un poco triste, interpeló Miguel.
De nuevo se miraron, se vieron allí solos, despojados de todo y llenos. Así, con una nueva expresión, le respondió Ana:
- Si quieres, puedo enseñarte.
No hablaron más. Todo se había realizado y la tranquilidad dormía aquellos cuerpos mientras sus almas soñaban. ¡Ay, amor, amor de centros...!
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